Yury de J. Ferrer Franco[1]
Moreno, Marvel (1992). El encuentro y otros relatos.
Bogotá: El Áncora Editores.
Para los lectores de La Moviola, la cuarta y última entrega de reseñas dedicadas a la obra completa de la escritora barranquillera Marvel Moreno, con la renovada invitación de ir a sus relatos, listos para sus ojos que, afortunadamente, tienen siempre mucho por descubrir…
Recordemos las entregas anteriores: si Algo tan feo en la vida de una señora bien perfilaba la vida íntima de una ciudad y una sociedad a la que Marvel Moreno quería quitarle la máscara, arrancando de paso los antifaces de todas las ciudades y sociedades del mundo, intención que logra plenamente al terminar y publicar En diciembre llegaban las brisas; en El encuentro y otros relatos (1992), el avezado ojo femenino, enseñado a callar, guardar y esperar, entrenado para actuar con sigilo y en la sombra, reúne los elementos necesarios para mostrar una dimensión menos física y material de los hechos, para situarnos en el ámbito espiritual de las mujeres que desfilan ante el lector, exhibiendo sus maneras de sortear los escollos que le impone el enfrentarse a una sociedad ante la que, muchas veces, se encuentran maniatadas e inermes, pero frente a la que han comenzado a esgrimir sus armas.
El protagonismo de los espacios pasa en este libro a un segundo plano, la reconstrucción de los hechos se adentra más en los personajes, que en las influencias externas que pudieron determinar sus acciones. Barranquilla sigue viva en algunos de los textos como una presencia de la que Marvel Moreno no pudo desprenderse nunca, pero otros ámbitos hacer resonar también estas voces, otros escenarios llenan de sonidos nuevos las últimas historias publicadas por la escritora.
Siete de los cuentos que integran el volumen están narrados en tercera persona (“Una taza de té en Augsburgo”, “Sortilegios”, “El encuentro”, “El violín”, “El perrito”, “La peregrina” y “Barlovento”); en tres de ellos la narradora ha presenciado los hechos y es partícipe indirecta del desarrollo de la historia (“El hombre de las gardenias”, “El espejo” y “El día del censo”) y en uno (“La sombra”) es protagonista aún atormentada por su propia visión de la vida desde la muerte. En todos los relatos la imposibilidad es el fantasma que de antemano señala el derrotero, un destino que en nueve de los cuentos es fatídico, desgraciado y que sólo en “Sortilegios”, “La peregrina” y “Barlovento”, indica una ruta de libertad, aunque no de felicidad plena.
Los relatos que concertan El encuentro, son historias de la imposibilidad, el desamor y la muerte: imposibilidad de amar en Miranda Castro, quien comparte “Una taza de té en Augsburgo” con Frieda Pfeifer, la madre que la abandonara de niña en un hospicio de esa ciudad alemana, movida por presiones paternas y a la que busca con afán para, al final, no revelarle su identidad porque ello implicaría abrirse al perdón y, en consecuencia al amor, sentimiento que ella, hermosa, adinerada y joven se niega. Confirmar la existencia de Frieda, insignificante, vacía, plana, entrada ya en una intranquila vejez, es para Miranda, hija adoptiva y heredera principal de los bienes del millonario venezolano Lucio Castro, una suerte de reto, una manera de reafirmarse en su indolencia, manifiesta en el “destello metálico”[2] de su mirada, en la manipulación de los sentimientos de las mujeres y hombres que la amaron y desearon, quienes terminan huyendo de ella al reconocer en sus actos y en su propio cuerpo, tan hermoso como inútil, una calculada incapacidad de amar, trasformada en su interior en malentendida fortaleza y traducida en la agobiante soledad que debe adoptar como única forma de vida.
También la imposibilidad lleva a Adelaida, una joven pintora, a refugiarse en Deyá donde “Todo era muy bello entorno a ella, pero no podía pintarlo”[3], hasta que Frank, el jefe de los oscuros y temidos hombres de la montaña, quienes celebraban en las noches a la luz de inmensas hogueras ritos medievales, entregándose después a frenéticas orgías, le devuelve la confianza en sí, mediante los “Sortilegios” de un amor que la renueva como artista, pero que se evapora sin dejar otro rastro que el enigma y la incertidumbre. Al final, Adelaida sólo tiene el recuerdo inquietante de aquella única e irrepetible noche de amor y la eternidad del misterio: dos tesoros que quedan suspendidos en este relato que se cierra sobre sí mismo mostrándonos la imagen de una artista solitaria y evolucionada, abierta a las posibilidades de la creación, que de pronto evoca durante la Bienal São Paulo un pasado ya lejano, el de una noche en cuya magia y significado resulta mejor no pensar.
Tampoco Lucía puede ver la oportunidad que buscó siempre: “El encuentro” con el célebre actor Robert Harrison, cuyo beso (recibido cuando tenía trece años en un corredor del hotel El Prado de Barranquilla) “la arrancó de la infancia”[4] y la ató de modo definitivo a la vida de este hombre, sin que él siquiera lo sospechase. Después de la muerte de su madre, en el otoño de su vida, que ella pretendía convertir en primavera, Lucía sale de Barranquilla rumbo a Palma de Mallorca, donde es acogida por unos amigos que le ofrecen trabajo. En Puerto Andraitx, cerca de esa ciudad, está el yate de Harrison, una luminaria del cine, opacada ya por los años, para quien ella se había conservado joven y hermosa, recurriendo incluso a la cirugía estética, a la espera del día en que el destino los uniera... Y el destino, un destino burlón y tragicómico los reúne una noche, pero se ocupa también de impedir, valiéndose de la miopía de Lucía –quien por vanidad no usa sus lentes– que ella pueda reconocer en el desconocido que la aborda para invitarla una copa, al hombre buscado por sus ansias desde su ya remota adolescencia.
Este desencuentro convierte en inútiles todos los esfuerzos de la existencia de Lucía, dejando sin esperanzas el resto de una vida cuya razón de ser acaba de morir frente a sus propias narices. La miopía de Lucía no estaba sólo en sus ojos, también en la estrechez de su visión del mundo al enfrascarse en un juego nada más por ella conocido y manejado, que la convirtió en eterna y solitaria perdedora frente a sí misma, forjadora de las circunstancias que la convirtieron en su peor, en su más temida contrincante.
Alice se impone también barreras frente al arte y al amor, que al volverse objetivos inalcanzables por el absurdo accionar de la cobardía y la locura, la dejan sin vida propia. “El violín” y Cyrille, las dos pasiones de su existencia, están ahora entre las sombras: el uno relegado a un recuerdo sublime, el de la noche en que interpretó como nadie, por primera y única vez, la “Sonata de Kreutzer”, al tiempo que decidía para siempre abandonar el instrumento que le regalaba vida, que le daba sentido a su presencia en este mundo en tanto le permitía crear; el otro, Cyrille, su marido, era ya un espectro que la acompañaba, que inútilmente, “hacía cualquier cosa por demostrarle que la vida valía la pena”[5], que la ayudaba a superar sus crisis de anorexia y le proporcionaba los somníferos y tranquilizantes indispensables para sobrevivir, pero no compartía con ella desde el nacimiento de su hija Nicole, la calidez de la vida íntima que para ambos fue siempre frustrante y dieron por terminada, en silencio, a la manera de un tácito acuerdo, cuando Alice dio a luz. Después Nicole se convertiría en la única conexión de Alice con la vida y por eso el anuncio de su matrimonio con un australiano inculto que la alejaría de ella en forma definitiva, se le antojaba su sentencia de muerte.
1 comentario:
Mil gracias, que deseo inmenso de leer a Marvel MOreno.
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