CORAZON DE TRAPO ( 3) (4) (5)

Pintura de Andrew Wyeth.



Continúan las tres últimas partes del cuento de la escritora Colombiana Sandra Jubelly García...



CUENTO




Por

Sandra Jubelly García.




continuación...







III. La pavura


El abuelo de Rafael era un hombre valiente, con la vocación que todo campesino tiene por el trabajo rudo. Era un hombre de baja estatura pero con gran fuerza. Rafael lo veía cargar bultos de estiércol, leña, un novillo, con una facilidad increíble. A Rafael lo cargaba como si fuera de papel.
El sendero a la escuela era largo y penoso. Había que llevar machete porque a pesar de que se abriera trocha a diario, la maleza se empeñaba en crecer y cerrar el camino. El abuelo le decía que la maleza crecía a sus espaldas, que después de dejarlo en la escuela, de regreso a la casa, tenía que volver a abrir camino porque el rastrojo ya habría crecido. Rafael le creía. Un día en el que Rafael se enterró una astilla en el pie y no podía caminar, el abuelo lo llevó alzado a la escuela; con un brazo lo cargaba y con el otro macheteaba la hierba. Para sorpresa suya llegaron mucho antes que todos los días y entonces supo que su abuelo era realmente fuerte.
Eran las tres de la tarde cuando llegaron a la casa “los pájaros”. Así le decían a los matones a los que todos, menos su abuelo, temían. Era domingo y su madre se había ido al mercado. Rafael jugaba con unos muñecos de madera que le había tallado el abuelo y este guadañaba el frente de la casa cuando los vio de lejos. El abuelo cargó a Rafael, lo metió en la canasta de la verdura que estaba casi vacía y lo cubrió con hojas de plátano. Le dijo:
· Quédese ahí y pase lo que pase no salga.

Se paró a esperarlos con el machete en la mano. Rafael vio cómo mataron a su abuelo; cómo entre varios hombres le dieron planazos en la cara, el pecho y los testículos; vio cómo, cuando el abuelo no se pudo parar, echaron a suertes su modo de muerte. Arrojaron una moneda al aire para ver si le hacían el corte corbata o el corte franela. Le tocó el corte corbata. Rafael vio cómo lo degollaron y le sacaron la lengua por la garganta. Su abuelo murió mirándolo. Rafael tembló, pero no lloró, el pánico le cerró la boca. Desde aquel día lo acompañaría para siempre un terrible dolor en el corazón, que le obligaría a caminar ligeramente inclinado a la izquierda, como si cargara un enorme peso.
La noche en que mataron a su abuelo, el tío Rafael casi muere por la fiebre, pero en su delirio jamás cerró los ojos. Los tenía espantosamente abiertos y en su cara grabado el terror. Acaso no quería cerrarlos por no ver la escena repetirse en su memoria. La fiebre cedió pero el tío Rafael durmió esa noche con los ojos abiertos. Jamás supo cómo habría sido el corte franela, pero temblaba imaginándolo.





IV. El dolo

Rafael era un niño retraído, esquivo, decía la maestra. Jugaba en la soledad de su cuarto. El juego siempre era el mismo: tomaba los muñecos de madera que le había tallado el abuelo, uno de los cuales era un poco más grande que los otros y por tener menos detalles parecía un tanto deforme. Rafael imaginaba en aquel muñeco al abuelo, lo imaginaba con poderes supremos, dotado de una enorme fuerza, capaz de destruirlo todo con sólo tocarlo. Los otros eran, en la imaginación de Rafael, los hombres que lo habían matado. En su juego el abuelo los esperaba como aquel día, pero esta vez no tenía el machete; estaba armado sólo con el poder de sus puños; los hombres llegaban y el abuelo los hacia trizas de suerte que, por causa del juego, los muñecos, todos menos el del abuelo, terminaban mutilados.
La partitura del juego siempre era la misma y se repetía casi sin variaciones y en silencio. Nadie al verlo jugar podría percibir la violencia que encerraba aquel acto. El juego parecía inocente pero el corazón de Rafael estaba preñado de dolor y henchido de ira: imaginaba en aquellos hombres un gran sufrimiento. Al terminar, Rafael se tendía en el suelo, agitado, sudoroso y con un enorme dolor en el pecho.
Le tomaba algunos minutos reestablecerse y cuando lo hacía tomaba sus muñecos con suma delicadeza, como si hubiese sido otro el que los destrozara, los reparaba con trozos de jabón como veía hacerlo a su madre para rellenar los huecos en el lavadero o pegar el marco del retrato del Sagrado Corazón de Jesús.
Con el tiempo el juego de Rafael tuvo una profunda variación. Ahora el muñeco grande no era su abuelo sino él mismo. No se imaginaba con atributos especiales, ni con una fuerza descomunal. Solía imaginarse tal y como era, pero con la capacidad de destruir a aquellos hombres. En la escena el abuelo se paraba a esperarlos, estos llegaban, pero antes de que algo sucediera, antes de cualquier golpe, llegaba Rafael y los destruía a todos. Esta nueva versión de la historia le dejaba un dolor menos agudo en el pecho. Había algo de alivio en el juego, sobre todo cuando pensaba con absoluta certeza, mientras remendaba los muñecos con jabón, que si alguna vez se encontraba a esos hombres, los mataría.
Una tarde de domingo su madre lo llevó al circo. Lo vistió con el traje de ir a la misa y ella a su vez se acicaló para ver la función de despedida del espectáculo que estaba de paso por el pueblo. Rafael estaba ansioso. Los niños de la escuela, que ya habían visto la función, hablaban emocionados de las maravillas del circo, pero lo que más le inquietaba a Rafael eran los prodigios de un mago que desapareció una mula ante los ojos de todos. Decían que el mago tenía pacto con el diablo. Los niños tenían prohibido acercársele, pero la maestra desmintió la versión y entonces su madre lo llevó al circo.
Camino al pueblo la madre le ordenó que se adelantara a la tienda a pedir el maíz para las gallinas. Rafael corrió temiendo que se hiciera tarde para ver al mago. Cuando llegó a la tienda tuvo una horrenda visión y el corazón se le encogió de terror: vio a dos de los hombres que habían matado a su abuelo. Estaban en la mesa tomando guarapo. La dueña los atendía asustada. Rafael cerró los ojos y vio que uno de ellos se le acercaba: sintió algo tibio que corría por sus piernas, abrió los ojos pero los hombres seguían en el mismo lugar, bebiendo sin mirarlo. Rafael se había orinado en los pantalones. La dueña corrió en su auxilio y sin preguntarle le entregó el maíz que el niño no había podido pedir.
· Su mamá no llevó el maíz esta mañana, dígale que después me lo paga. Váyase.
Llegó temblando donde su madre lo esperaba, le entregó el encargo sin hablar y entraron al circo. En esa ocasión el mago generoso no solo desapareció una mula, sino que también hizo desaparecer a su ayudante, tan robusta que, como a la mula, habría sido imposible esconderla en la manga de la camisa. A Rafael le dolía el corazón más que de costumbre y no podía dejar de pensar en los hombres que había visto. Temió por su madre. Lloró por dentro. Anheló con todas sus fuerzas tener los poderes del mago para desaparecer con ella. Pensó que era mejor estar en compañía de la mula y la mujer gorda que en ese pueblo en el que ya no podía respirar.
La función terminó y la esperanza se enraizó hondamente en Rafael. Mientras su madre hablaba con dos señoras del pueblo, se las arregló para entrevistarse con el mago. Temblando le pidió que le enseñara las artes de la magia; hablaron largo rato y el mago le reveló su secreto. Al final de la charla Rafael le preguntó:
— ¿Adónde fueron?
— ¿Quiénes?
— La mula y la señora.
El mago no alcanzó a responder porque su madre lo sacó a rastras del lugar. Aquella noche Rafael tuvo fiebre y volvió a dormir con los ojos abiertos. Esta vez no temía a las imágenes de la muerte de su abuelo. Temía a ese lugar que no podía imaginar, al lugar donde se hallaban la señora y la mula, el lugar desconocido al que llegaría con su madre si desaparecían, ese no lugar.
Pasó el tiempo y Rafael no se atrevió a realizar las prácticas de la magia pero guardaba en su alma las instrucciones del mago, las repasaba con devoción, como quien hace una plegaria.





V. La resignación

El tío Rafael abandonó la niñez y pasó a la adolescencia, unas veces queriendo matar y otras queriendo morirse. La muerte de su abuelo era ya un recuerdo vago, como el dolor en su corazón que a fuerza de sentir lo había olvidado. Pero de lo que jamás se vio desprovisto, lo que jamás lo abandonó fue su deseo de ser mago.
Hizo hasta quinto de primaria y nunca había leído ningún libro distinto a las cartillas con las que no aprendió historia, ni geografía, ni castellano, ni matemáticas. Alguien decía que no buscamos los libros, sino que ellos nos encuentran. Así se encontró Rafael con el único libro que leyó en su vida y que marcó su destino: El origen de las especies. Lo leyó por aburrimiento, pero a medida que avanzaba se interesó de tal manera que no lograba despojarse de su yugo.
A pesar de que la lectura estaba llena de tropiezos, porque no entendía gran parte de las palabras, sentía el doloroso placer de estar frente a un gran descubrimiento, frente a una tremenda revelación. Se le reveló el universo con toda su inmensidad. En aquella ocasión comprendió que el mundo era gigantesco, que el tiempo era infinito y que él no era nada en ese colosal concierto. Ni él, ni su madre, ni su pueblo, ni nada de lo que conocía. Todo se redujo a nada.
El día que terminó de leer salió al solar, vio a su madre azuzar las gallinas y con cariño pensó:
— ¡Pobre! No sabe que viene de un mico.
Ahora para Rafael todo adquiría un nuevo significado. Padeció al pensar que en la naturaleza sólo sobrevive el más fuerte que para el caso es aquel que tenga la capacidad de adaptarse. Quizá Rafael no entendía el sentido en que Darwin empleaba el término adaptación, pero tuvo la certeza de no haberse sentido seguro en el mundo nunca. Él y su madre estaban lejos de ser los más fuertes. De nuevo se repitió en él la necesidad de hacer algo, algo que los salvara de la muerte, de la extinción por selección natural, así que decidió poner en práctica las lecciones de magia. Había llegado el momento. Ya no temía al lugar adonde iría con su madre. Nada podría ser peor que la hostilidad del mundo en que vivía, porque ahora el peligro no estaba cifrado en la posibilidad de morir a manos de alguien. Ahora también la naturaleza conspiraba en su contra.
Aquel día Rafael repasó en su memoria las instrucciones que el mago del circo le había dado. El asunto era sencillo y complejo a la vez porque debía realizar cosas con las que no estaba familiarizado. El primer paso consistía en poner su mente en blanco, que según el mago era no pensar en nada. Rafael emprendió la tarea, practicó a diario, pero no consiguió no pensar. Cuando se sentaba en el solar a no pensar, pensaba en las primeras cosas que haría cuando fuera mago antes de desaparecer, recordaba la escuela, pensaba en su madre y recordaba al abuelo. Cada cierto tiempo sacudía la cabeza y pensaba que debía dejar de pensar y, en ese instante, pensaba que no era posible no pensar porque en el intento de no pensar inevitablemente pensaría. Sus ideas se enredaban. Rafael se confundía y desistía de puro cansancio.
Al día siguiente lo volvía a intentar sin conseguirlo, hasta que un día llovió a la hora en que intentaba no pensar y se puso a mirar la lluvia, las gotas de agua cayendo en la tierra. Durante un tiempo muy corto tuvo algo así como una ausencia y por un momento no pensó en nada, ni siquiera tuvo consciencia de sí mismo; cuando volvió en sí supo que había logrado poner la mente en blanco.
Ahora podría ir al siguiente paso que consistía en mirar el sol fijamente. Según el mago, Rafael sentiría el momento en el que el poder de la magia otorgado por el sol se alojara en su cuerpo. Entonces podría hacer desaparecer las cosas. Rafael puso su mente en blanco y miró al sol durante años hasta quedar completamente ciego.
Durante los primeros años de su práctica y bajo el influjo de la sugestión, sentía que el sol le confería los anhelados poderes. Varias veces se sintió diferente, pleno de un don que sólo él notaba y que lo hacia superior a todos los mortales. Se sentía como Cristo y llegó a pensar que por aquella vía algún día se comunicaría con Él. Tenía la certeza de que Jesucristo lo observaba y aguardaba a que estuviese listo para manifestársele.
Cuando empezó a notar que estaba perdiendo la visión y que por más esfuerzos que hacía no lograba desaparecer nada, pese a pronunciar una y otra vez, con fe infinita, las palabras que con tanto recelo había guardado y custodiado en el fondo de su alma, dejó de creer en el mago, en Dios y en Cristo. No obstante nunca abandonó aquel ritual doloroso. El tío decidió quedarse ciego, decidió dejar de ver. Si no podía desaparecer del mundo, entonces que el mundo desapareciera de él.

Ahora pienso que el tío Rafael quería borrar con dolor la huella que la muerte de su abuelo había dejado en sus ojos y hospedado en su corazón. Quería prescindir de aquel peso en el lado izquierdo del pecho que con el tiempo aumentaba. No sé si entonces logró sentirse más apto para la vida, si dejó de temer, si su corazón dejó de ser de trapo. Sé que cuando su madre estaba muriendo lo tomó de la mano, lo miró con tristeza y pensó:
— Pobre Rafaelito.
Sé también que murió de viejo y que en el pueblo le hicieron un modesto entierro.
He vuelto en el tiempo a los días en que el tío Rafael se paraba en la puerta con su bastón apuntando al frente y con la cabeza ligeramente inclinada hacia arriba. He visto a la niña que era yo, mirándolo con curiosidad. Viéndome he pensado:
— Pobre. No sabes que dejarás de ser niña, que descubrirás al hombre y su historia, que conocerás la infamia, que perderás la esperanza, que arrullarás a tu hijo y llorarás por él, por el mundo tan triste en el que lo dejas. No sabes que un día cantarás, a ritmo de tango y con dolorosa convicción “que el mundo fue y será una porquería”. No sabes que un día te encontrarás contigo y sentirás pena por ti.




FIN

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