EMANCIPACION ( CUENTO)




Por:


Sandra Jubelly García





Eduardo era su nombre, eunuco de nacimiento (o como dirían los médicos: afectado por una trisomía en el par de cromosomas sexuales: XXY).
Quizá por ello su vocación religiosa, como religiosa su vocación por coleccionar toda suerte de adminículos de escritura: esferos, estilógrafos, plumas de toda clase y demás aparatos para la caligrafía.
No sabía muy bien qué le atraía tanto de aquellos objetos. Cuando intentaba discernirlo, no lograba decidir si era su forma fálica, como una especie de sublimación del deseo, como una suerte de sustitución de la ausencia, o si era su función lo que le cautivaba.
Con el tiempo descubrió que la atracción no radicaba en los objetos sino en lo que producían, en la escritura. Pero no tanto por la urgencia de comunicarse, como por una extraña fascinación por la grafía.
La forma de las letras se convirtió en su objeto de estudio y su escritura era, entonces, un éxodo que no pretendía argumentar, más bien trasegar por la forma.
Este transito lo condujo al sema, quiso encontrar una relación entre la forma de las palabras y su significado.
La tarea era cada vez más ardua y hallar la procedencia de las palabras, su origen, lo hizo habitar el latín, el griego, el árabe.
Al cabo del tiempo se hizo al trabajo de crear una nueva lengua a partir de una serie de ecuaciones combinatorias, e hilaba frases con las que, sin proponérselo, lograba sentidos profundos.
Inventó palabras que definían con mayor precisión conceptos abstractos y revitalizó las palabras que habían perdido sentido por exceso de uso. Re-inventó las palabras: amor, paz, ayer, hoy, política, guerra, emancipación...
Un día mientras caminaba notó un hueco en su zapato y pensó en qué palabra podría definir ese hecho, pensó cómo dar razón en una palabra, no del zapato, ni del hueco, sino del tiempo, el tiempo que lesiona, transforma, desgasta, modifica, el tiempo que era aquel hueco.
Hizo ejercicios de malabarismo, pero esta vez las palabras le huían, eran humo en sus manos. Por una extraña razón todas las combinaciones eran inapropiadas y no sólo las palabras más triviales carecían de sentido, si no que sus formas le resultaban odiosas. Pensó: huevo, zorro, zanahoria, puerta, ventana. De repente todo era raro, las palabras se vaciaron. Notó que ya no entendía muy bien la diferencia entre una y otra.
También su nombre, el suyo, le resultó ajeno, lo repetía una y otra vez en un esfuerzo por hacerlo coincidir con su persona. Lo repitió tanto que poco a poco el referente fue desapareciendo y dejó de saber a qué respondía ese nombre: dejó de saber su nombre.
Y de Eduardo sólo quedó el eco de su voz que repetía un nombre extraño y el hueco en su zapato.

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