Por
Rubén Darío Higuera
Especial para La Moviola
Comunicaciòn Social
A Archie Moore lo llamó poeta. En Sugar Ray Robinson descubrió el ritmo y la cadencia del boxeo y lo llevó a las cumbres de la estética. A Jack Dempsey lo entendió como la verdad -siempre cruel-, usurpadora de la ilusión. Con Luis Ángel Firpo -el toro salvaje de las pampas-, se enteró de que la inmortalidad, algunas veces, no dura más de tres minutos. A Justo Suárez lo inmortalizó en su cuento Torito (Final del juego, 1956), en el que el boxeo no es otra cosa que un combate amoroso con la memoria. A Carlos Monzón y a José Nápoles los narró y los cantó en el insuperable cuento La noche de mantequilla (Alguien que anda por ahí, 1977), historia que muestra el box como más le gustaba a Cortázar, como una lucha constante con el destino.
Pero si Julio amaba el Boxeo con la misma pasión que profesaba por la escritura y el jazz, asimismo le hacía el quite, desde la indiferencia, al fútbol, ese deporte al que Borges se refirió como una forma del tedio o como uno de los mayores crímenes de Inglaterra. Sabemos, por boca del mismísimo Cortázar, que la falta de empatía que tenía con el fútbol no era por otra cosa que por ser este un deporte en el que la responsabilidad individual se diluye, cosa que jamás pasará con el box, en el que un hombre se la juega, hasta vencer, con otro.
Pero la pluma pesada de la escritura argentina amaba por muchas otras cosas al boxeo. Lo amaba porque un combate de box es una forma de conocimiento. Porque ganar, casi siempre, es una forma de hacer bien las cosas. Porque es un enfrentamiento honesto. Porque se ponen cara a cara dos técnicas, dos estilos. Porque es una reivindicación con el heroísmo del individuo. Porque, como él mismo dijo, no es violento y cruel. Una pelea de box era para Julio tan hermosa como un libro de Michel Butor o René Crevel, o como un cuadro de Magritte. Cortázar no asistía a un escenario a ver dos sujetos que se dan trompadas mientras se comen palomitas. Tampoco asistía a un espectáculo en el que con descuido se hacen ovaciones por uno o dos golpes azarosos pero faltos de técnica, no. Julio se acomodaba en el ringside para leer el combate, para adivinar y descubrir una nueva forma de arte, para contemplarlo. En alguna ocasión el escritor argentino aseguró que de joven iba a ver boxeo al Luna Park con un libro bajo el brazo y que para ese joven esteta el boxeo era también un espectáculo estético. Julio Cortázar fue capaz de entender el cambio: sentir contra el rezago de las jerarquías intelectuales burguesas que si la poesía puede y podía darse en hombres como Octavio Paz o en un Drummond de Andrade, también se da cada día más (si dejamos caer las máscaras) en las canciones de Leo Ferré, Atahualpa Yupanqui, Leonard Cohen, en el cine de Godard, en el teatro de Peter Weiss, en las provocaciones de lo aleatorio y lo mecánico que abren cada día más al público el pasaje a nuevas formas de lo estético y lo lúdico, en el ring de boxeo y su KO, en Miles Davis, en Parker.
Quizá por eso escribió como escribió. Quizá por eso combatió hasta el final con los doctos hombres de la academia y los rezagados editores que no encontraron, en un principio, en los libros del cronopio, el estándar mediocre y aceptado por el aplauso. Quizá, también por eso, Rayuela o 62 modelo para armar, novelas que golpean al lector pasivo y facilista. Y claro, también por eso, el cuento, género que dominó con técnica y ritmo tal como se hace con el noble deporte de los puños.
Por allá en el año 1929, según cuenta la historia, Hemingway fue vencido por el novelista canadiense Morley Callaghan en una pelea que cronometró Fitzgerald y que prolongó demasiado. El tiempo largo no favoreció al autor de Por quién doblan las campanas que ante la prolongación del asalto se vio con la cara rota. La culpa Hemingway se la atribuyó a Scott, claro, y nunca pudo perdonarlo. “Bravo Scott, dijo Ernest, si querías darte el gusto de verme noqueado en la puta lona, pues dilo. Pero no digas que te equivocaste”. Esta historia le sirvió a Norman Mailer para hacer una distinción de la valentía en una nota que redactó y en la que decía “Hay dos clases de hombres valientes: los valientes por don de la naturaleza y los valientes por un acto de voluntad. Hemingway pertenecía al segundo”. Julio Cortázar, sin duda, hace parte de esa valentía en la que la voluntad se impone sin temor ante la broma constante y cruel de la vida. Escribió y venció por nocaut dejándonos una mitología de la forma y del lenguaje. Un hombre que desde joven sintió que debía desacralizar y lo hizo, quitándole a la literatura esa imagen noble e incorporando en ella elementos de la vida cotidiana llenos de belleza, tal como un match de box que, si es bueno, puede ser tan hermoso como la metáfora más elaborada.
Rubén Darío Higuera
Especial para La Moviola
Comunicaciòn Social
A Archie Moore lo llamó poeta. En Sugar Ray Robinson descubrió el ritmo y la cadencia del boxeo y lo llevó a las cumbres de la estética. A Jack Dempsey lo entendió como la verdad -siempre cruel-, usurpadora de la ilusión. Con Luis Ángel Firpo -el toro salvaje de las pampas-, se enteró de que la inmortalidad, algunas veces, no dura más de tres minutos. A Justo Suárez lo inmortalizó en su cuento Torito (Final del juego, 1956), en el que el boxeo no es otra cosa que un combate amoroso con la memoria. A Carlos Monzón y a José Nápoles los narró y los cantó en el insuperable cuento La noche de mantequilla (Alguien que anda por ahí, 1977), historia que muestra el box como más le gustaba a Cortázar, como una lucha constante con el destino.
Pero si Julio amaba el Boxeo con la misma pasión que profesaba por la escritura y el jazz, asimismo le hacía el quite, desde la indiferencia, al fútbol, ese deporte al que Borges se refirió como una forma del tedio o como uno de los mayores crímenes de Inglaterra. Sabemos, por boca del mismísimo Cortázar, que la falta de empatía que tenía con el fútbol no era por otra cosa que por ser este un deporte en el que la responsabilidad individual se diluye, cosa que jamás pasará con el box, en el que un hombre se la juega, hasta vencer, con otro.
Pero la pluma pesada de la escritura argentina amaba por muchas otras cosas al boxeo. Lo amaba porque un combate de box es una forma de conocimiento. Porque ganar, casi siempre, es una forma de hacer bien las cosas. Porque es un enfrentamiento honesto. Porque se ponen cara a cara dos técnicas, dos estilos. Porque es una reivindicación con el heroísmo del individuo. Porque, como él mismo dijo, no es violento y cruel. Una pelea de box era para Julio tan hermosa como un libro de Michel Butor o René Crevel, o como un cuadro de Magritte. Cortázar no asistía a un escenario a ver dos sujetos que se dan trompadas mientras se comen palomitas. Tampoco asistía a un espectáculo en el que con descuido se hacen ovaciones por uno o dos golpes azarosos pero faltos de técnica, no. Julio se acomodaba en el ringside para leer el combate, para adivinar y descubrir una nueva forma de arte, para contemplarlo. En alguna ocasión el escritor argentino aseguró que de joven iba a ver boxeo al Luna Park con un libro bajo el brazo y que para ese joven esteta el boxeo era también un espectáculo estético. Julio Cortázar fue capaz de entender el cambio: sentir contra el rezago de las jerarquías intelectuales burguesas que si la poesía puede y podía darse en hombres como Octavio Paz o en un Drummond de Andrade, también se da cada día más (si dejamos caer las máscaras) en las canciones de Leo Ferré, Atahualpa Yupanqui, Leonard Cohen, en el cine de Godard, en el teatro de Peter Weiss, en las provocaciones de lo aleatorio y lo mecánico que abren cada día más al público el pasaje a nuevas formas de lo estético y lo lúdico, en el ring de boxeo y su KO, en Miles Davis, en Parker.
Quizá por eso escribió como escribió. Quizá por eso combatió hasta el final con los doctos hombres de la academia y los rezagados editores que no encontraron, en un principio, en los libros del cronopio, el estándar mediocre y aceptado por el aplauso. Quizá, también por eso, Rayuela o 62 modelo para armar, novelas que golpean al lector pasivo y facilista. Y claro, también por eso, el cuento, género que dominó con técnica y ritmo tal como se hace con el noble deporte de los puños.
Por allá en el año 1929, según cuenta la historia, Hemingway fue vencido por el novelista canadiense Morley Callaghan en una pelea que cronometró Fitzgerald y que prolongó demasiado. El tiempo largo no favoreció al autor de Por quién doblan las campanas que ante la prolongación del asalto se vio con la cara rota. La culpa Hemingway se la atribuyó a Scott, claro, y nunca pudo perdonarlo. “Bravo Scott, dijo Ernest, si querías darte el gusto de verme noqueado en la puta lona, pues dilo. Pero no digas que te equivocaste”. Esta historia le sirvió a Norman Mailer para hacer una distinción de la valentía en una nota que redactó y en la que decía “Hay dos clases de hombres valientes: los valientes por don de la naturaleza y los valientes por un acto de voluntad. Hemingway pertenecía al segundo”. Julio Cortázar, sin duda, hace parte de esa valentía en la que la voluntad se impone sin temor ante la broma constante y cruel de la vida. Escribió y venció por nocaut dejándonos una mitología de la forma y del lenguaje. Un hombre que desde joven sintió que debía desacralizar y lo hizo, quitándole a la literatura esa imagen noble e incorporando en ella elementos de la vida cotidiana llenos de belleza, tal como un match de box que, si es bueno, puede ser tan hermoso como la metáfora más elaborada.
2 comentarios:
Interesante el paralelo del box y la fascinante literatura de Cortazar...Me gusto mucho espro ver más en proximas ediciones
si claro que si son tantos los escritores como estrellas de mar...esperenlas...gracias por escribir...CCLM
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