Por Rubén Darío Higuera
Especial para La Moviola
Comunicaciòn Social
La vi por primera vez en 2004, una noche de septiembre, en un salón oscuro. Recuerdo la fecha con exactitud porque los grandes encuentros, tanto como los grandes amores, son imborrables. La sala estaba llena de mujeres jóvenes, en su mayoría estudiantes. Yo estaba allí para hacer lo que acostumbraba a hacer mientras era estudiante de música y perdía paulatinamente mi irresponsabilidad de querer ser pianista: veía cine. Lo veía a diario. Me había acostumbrado a él gracias a una enfermedad pasajera que me dejó en cama durante dos meses y con la que, para mi bien, según algunos médicos, era conveniente el reposo, con lo que se me recomendó ausentarme de los libros y la lectura. Entonces, sin más remedio, cedí al cine. A diario veía películas, cuatro, seis; incluso llegué a ver ocho en un solo día. Bien lo recuerdo: en la mañana Bresson con su Les Dames du Bois de Boulogne (1945) y la genial Un condamné à mort s'est échappé (1957) Ya al borde del medio día Sunset Boulevard (1950) de Billy Wilder, película con la que ha surgido una alianza indestructible, pese a los años, y a la que me he mantenido fiel. A esas alturas del día, mis ganas por ir a la biblioteca en busca de algún libro eran demasiado fuertes, pero la vigilancia constante de mi madre, inteligente como es, impedía que ese amor me perjudicara. Un día, bien lo recuerdo, me dijo que empezara a leer relatos hasta que el dolor de cabeza fuera aplacándose, y ella misma trajo, no sé desde que librería, un ejemplar bellísimo de los cuentos completos de Nabokov. Y así empecé de nuevo mis relaciones con la literatura, esa mala amante de la que no he sabido ni he querido nunca separarme. Pero volvamos de nuevo, démosle final a ese día en que mis ojos adheridos en el asombro completaron una jornada frente a la pantalla del televisor sin que me levantara un momento de mi cama. La cuarta película fue Wild at heart (1990) del polémico, para mí impoluto, director norteamericano David Lynch. La cosa es que así seguí toda la tarde y gran parte de la noche, y de esta forma fui conociendo ese universo de luces, bandas sonoras y planos, que yo, muy injustamente, había desconocido, pues siempre me había negado al cine por una razón que aún hoy sigo desconociendo. Esa misma tarde descubrí al culpable de mi encadenamiento con el séptimo arte: Jean Luc Godard. Vi cuatro de sus películas: Le petit soldat (1963) , Vivre sa vie (1962), con la que descubrí mis primeras lágrimas cinematográficas y el encantamiento verdadero de un hombre convertido en quién sabe qué cosa; Bande à part (1964) , película con la que me enamoré de un imposible: Ana Karina; À bout de soufflé (1960), con la que maldije los amores imposibles y los posibles, y en la que descubrí que la poesía está, puede estar, también en unos ojos de mujer.
Así que vean no más, aquella noche de septiembre yo estaba inmerso, ya, en una de mis adicciones, la menos fuerte, claro, porque hay otra (aquella mala amante) que ha empezado a envejecerme y a robarme el sueño. Y entonces la vi por primera vez, llena de gracia, de humor, de trágica comedia. Su nombre: Trenes rigurosamente vigilados (1966). Jiri Menzel su director. Me enamoré en seguida, con las primeras imágenes y la voz en off de un joven cuyo nombre es Milos Hrma, pero más me enamoró su deseo, ese espejo que me proyectaba sin vanidad ni zozobra, Milos Hrma deseaba, al igual que sus antepasados, no hacer nada salvo estar en un andén haciendo señales y evitar, de esta forma, todo esfuerzo, mientras otros tienen que pujar y sudar, por esto, el joven Milos asiste a un curso de transportes para ser controlador de trenes. Pasan imágenes, transcurre la historia; una historia sencilla en un marco de guerra, pues a ese país en el que suceden las cosas, los nazis, ese cáncer del salvajismo y osadía, lo están invadiendo. Se libra entonces una guerra, la segunda mundial de la que los personajes apenas llegan a enterarse debido al escenario lumpen en el que trabajan, una estación de trenes apartada, pequeñita e insignificante.
Pero Trenes rigurosamente vigilados ( Ed. en 1965) es también un libro, una bellísima novela escrita por Bohumil Hrabal, un hombre que se dejó cautivar siempre por las cosas sencillas de la vida, hacedor de una literatura limpia, sin grandilocuencias ni excesos, que ha sido, al lado de Milan Kundera, uno de los mayores exponentes de la literatura checa de la segunda mitad del siglo XX. Durante la lectura de esta novela el lector no podrá separarse nunca de la comedia que sucede dentro de la estación de trenes en donde nos encontramos con personajes variopintos que dibujan, con exactitud, la miseria de los hombres y cada uno de los individuos en medio de una guerra. Un jefe de estación que cría palomas en el techo de su lugar de trabajo; Habička un hombre que se recrea en la admiración del cuerpo de las mujeres y que, mientras las ve y habla de ellas, va filosofando, tejiendo y destejiendo sus amores y su mismísima existencia; una telegrafista atractiva y torpe; un narrador (el mismo Milos de la película) que entregado al descubrimiento de los placeres de la vida, desde la quietud de una estación, conoce la desventura amorosa y la ilusión sexual que se convierte en su tormento.
Al libro llegué años después, luego de varios intentos, todos vanos, de buscarla en las librerías de mi ciudad. Nunca me di por vencido. Hace poco una mujer (¡Ay las mujeres! y sus favores) viajó a Argentina y le recomendé el libro que allá, le dije, con seguridad estaba. Y estuvo, lo encontró en una librería no muy cercana del lugar en el que dormía. La buscó, la encontró y hoy está en mis manos. Nunca dejaré de agradecérselo. Yo a Hrabal lo había leído anteriormente y estaba seguro de que no descansaría hasta adquirir su, según los críticos, su mejor novela. Leí de él Una soledad demasiado ruidosa (1977) , y la fascinante obra Leyendas y romances de ciego (Ed. 2000) de la que jamás he escuchado ni leído crítica alguna, gracias a Dios. Bien saben los que me conocen, que son pocos, que yo no hago caso, más bien desdeño, a los críticos, ni tengo en cuenta sus comentarios surgidos por la falta de oficio. Leí a Hrabal y me gustó tanto como cuando descubrí el cine de Jiri Menzel. De ellos me enteré, poco después, que habían hecho más colaboraciones artísticas aparte de la adaptación cinematográfica de Trenes rigurosamente vigilados, la novela de Hrabal. Supe entonces de la existencia de otra película, Alondras en el alambre (1959) , que tenía que ver con un relato perteneciente al libro Anuncio una casa donde ya no quiero vivir (1965) del escritor checo, y me enteré, asimismo, de la adaptación cinematográfica de una de las novelas más exquisitas de Hrabal, Yo serví al rey de Inglaterra( 1982) . De uno y de otro no he podido separarme, Menzel me enseñó que se puede hacer cine de denuncia política con la fantasía ampulosa del amor en una habitación oscura, y Bohumil Hrabal me dio una de las enseñanzas que más atesoro desde el primer día que tuve un libro suyo en mis manos, que a menudo las grandes obras tanto como la más atractiva belleza, carecen de maquillaje. Y uno, tanto como el otro, me enseñó que se puede ser feliz en la tristeza o, mejor, que se debe ser feliz en ella.
Especial para La Moviola
Comunicaciòn Social
La vi por primera vez en 2004, una noche de septiembre, en un salón oscuro. Recuerdo la fecha con exactitud porque los grandes encuentros, tanto como los grandes amores, son imborrables. La sala estaba llena de mujeres jóvenes, en su mayoría estudiantes. Yo estaba allí para hacer lo que acostumbraba a hacer mientras era estudiante de música y perdía paulatinamente mi irresponsabilidad de querer ser pianista: veía cine. Lo veía a diario. Me había acostumbrado a él gracias a una enfermedad pasajera que me dejó en cama durante dos meses y con la que, para mi bien, según algunos médicos, era conveniente el reposo, con lo que se me recomendó ausentarme de los libros y la lectura. Entonces, sin más remedio, cedí al cine. A diario veía películas, cuatro, seis; incluso llegué a ver ocho en un solo día. Bien lo recuerdo: en la mañana Bresson con su Les Dames du Bois de Boulogne (1945) y la genial Un condamné à mort s'est échappé (1957) Ya al borde del medio día Sunset Boulevard (1950) de Billy Wilder, película con la que ha surgido una alianza indestructible, pese a los años, y a la que me he mantenido fiel. A esas alturas del día, mis ganas por ir a la biblioteca en busca de algún libro eran demasiado fuertes, pero la vigilancia constante de mi madre, inteligente como es, impedía que ese amor me perjudicara. Un día, bien lo recuerdo, me dijo que empezara a leer relatos hasta que el dolor de cabeza fuera aplacándose, y ella misma trajo, no sé desde que librería, un ejemplar bellísimo de los cuentos completos de Nabokov. Y así empecé de nuevo mis relaciones con la literatura, esa mala amante de la que no he sabido ni he querido nunca separarme. Pero volvamos de nuevo, démosle final a ese día en que mis ojos adheridos en el asombro completaron una jornada frente a la pantalla del televisor sin que me levantara un momento de mi cama. La cuarta película fue Wild at heart (1990) del polémico, para mí impoluto, director norteamericano David Lynch. La cosa es que así seguí toda la tarde y gran parte de la noche, y de esta forma fui conociendo ese universo de luces, bandas sonoras y planos, que yo, muy injustamente, había desconocido, pues siempre me había negado al cine por una razón que aún hoy sigo desconociendo. Esa misma tarde descubrí al culpable de mi encadenamiento con el séptimo arte: Jean Luc Godard. Vi cuatro de sus películas: Le petit soldat (1963) , Vivre sa vie (1962), con la que descubrí mis primeras lágrimas cinematográficas y el encantamiento verdadero de un hombre convertido en quién sabe qué cosa; Bande à part (1964) , película con la que me enamoré de un imposible: Ana Karina; À bout de soufflé (1960), con la que maldije los amores imposibles y los posibles, y en la que descubrí que la poesía está, puede estar, también en unos ojos de mujer.
Así que vean no más, aquella noche de septiembre yo estaba inmerso, ya, en una de mis adicciones, la menos fuerte, claro, porque hay otra (aquella mala amante) que ha empezado a envejecerme y a robarme el sueño. Y entonces la vi por primera vez, llena de gracia, de humor, de trágica comedia. Su nombre: Trenes rigurosamente vigilados (1966). Jiri Menzel su director. Me enamoré en seguida, con las primeras imágenes y la voz en off de un joven cuyo nombre es Milos Hrma, pero más me enamoró su deseo, ese espejo que me proyectaba sin vanidad ni zozobra, Milos Hrma deseaba, al igual que sus antepasados, no hacer nada salvo estar en un andén haciendo señales y evitar, de esta forma, todo esfuerzo, mientras otros tienen que pujar y sudar, por esto, el joven Milos asiste a un curso de transportes para ser controlador de trenes. Pasan imágenes, transcurre la historia; una historia sencilla en un marco de guerra, pues a ese país en el que suceden las cosas, los nazis, ese cáncer del salvajismo y osadía, lo están invadiendo. Se libra entonces una guerra, la segunda mundial de la que los personajes apenas llegan a enterarse debido al escenario lumpen en el que trabajan, una estación de trenes apartada, pequeñita e insignificante.
Pero Trenes rigurosamente vigilados ( Ed. en 1965) es también un libro, una bellísima novela escrita por Bohumil Hrabal, un hombre que se dejó cautivar siempre por las cosas sencillas de la vida, hacedor de una literatura limpia, sin grandilocuencias ni excesos, que ha sido, al lado de Milan Kundera, uno de los mayores exponentes de la literatura checa de la segunda mitad del siglo XX. Durante la lectura de esta novela el lector no podrá separarse nunca de la comedia que sucede dentro de la estación de trenes en donde nos encontramos con personajes variopintos que dibujan, con exactitud, la miseria de los hombres y cada uno de los individuos en medio de una guerra. Un jefe de estación que cría palomas en el techo de su lugar de trabajo; Habička un hombre que se recrea en la admiración del cuerpo de las mujeres y que, mientras las ve y habla de ellas, va filosofando, tejiendo y destejiendo sus amores y su mismísima existencia; una telegrafista atractiva y torpe; un narrador (el mismo Milos de la película) que entregado al descubrimiento de los placeres de la vida, desde la quietud de una estación, conoce la desventura amorosa y la ilusión sexual que se convierte en su tormento.
Al libro llegué años después, luego de varios intentos, todos vanos, de buscarla en las librerías de mi ciudad. Nunca me di por vencido. Hace poco una mujer (¡Ay las mujeres! y sus favores) viajó a Argentina y le recomendé el libro que allá, le dije, con seguridad estaba. Y estuvo, lo encontró en una librería no muy cercana del lugar en el que dormía. La buscó, la encontró y hoy está en mis manos. Nunca dejaré de agradecérselo. Yo a Hrabal lo había leído anteriormente y estaba seguro de que no descansaría hasta adquirir su, según los críticos, su mejor novela. Leí de él Una soledad demasiado ruidosa (1977) , y la fascinante obra Leyendas y romances de ciego (Ed. 2000) de la que jamás he escuchado ni leído crítica alguna, gracias a Dios. Bien saben los que me conocen, que son pocos, que yo no hago caso, más bien desdeño, a los críticos, ni tengo en cuenta sus comentarios surgidos por la falta de oficio. Leí a Hrabal y me gustó tanto como cuando descubrí el cine de Jiri Menzel. De ellos me enteré, poco después, que habían hecho más colaboraciones artísticas aparte de la adaptación cinematográfica de Trenes rigurosamente vigilados, la novela de Hrabal. Supe entonces de la existencia de otra película, Alondras en el alambre (1959) , que tenía que ver con un relato perteneciente al libro Anuncio una casa donde ya no quiero vivir (1965) del escritor checo, y me enteré, asimismo, de la adaptación cinematográfica de una de las novelas más exquisitas de Hrabal, Yo serví al rey de Inglaterra( 1982) . De uno y de otro no he podido separarme, Menzel me enseñó que se puede hacer cine de denuncia política con la fantasía ampulosa del amor en una habitación oscura, y Bohumil Hrabal me dio una de las enseñanzas que más atesoro desde el primer día que tuve un libro suyo en mis manos, que a menudo las grandes obras tanto como la más atractiva belleza, carecen de maquillaje. Y uno, tanto como el otro, me enseñó que se puede ser feliz en la tristeza o, mejor, que se debe ser feliz en ella.
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