Cuando el arte deposita su mirada en nuestros ojos


Por
                                                          Ángela Sofía Rivera Soriano
                                                              Especial para La Moviola
  


Maurice Merleau-Ponty ha planteado en un texto titulado “El ojo y el espíritu” lo siguiente: “Es necesario que se despierten con mi cuerpo los cuerpos asociados, los ‘otros’ que no son mis congéneres, sino que me habitan (…) El pintor ‘aporta su cuerpo’ dice Valery. Al prestar su cuerpo al mundo el pintor cambia el mundo en pintura. Para comprender esta transubstanciación, tenemos que volver a encontrar el cuerpo operante y actual, aquel que no es un pedazo de espacio, un haz de funciones, que es un entrelazamiento de visión y de movimiento”[1]. Este fragmento nos revela la ruptura del acto de pintar con la mera reproducción de lo existente, tratándose más bien de crear nuevas existencias a través, en este caso, de la pintura. “Hacer visibles las fuerzas no visibles” volverá a decir Merleau-Ponty esta vez apoyado en Paul Klee, porque el pintor cercano al surrealismo sabía que ya no podía tratarse, para la mirada, de contemplar el mundo, sino de permitir que el mundo y la mirada finalmente se supieran un mismo efecto de lazos más profundos que superan la dualidad sujeto-objeto: nueva relación en la que ya no se sabe quién es el que mira a quién puesto que no nos encontramos ante dos realidades aisladas sino ante una sola que, en reciprocidad informe, muta sus direcciones. Klee: “En un bosque, he sentido varias veces que no era yo quien miraba el bosque. He sentido, en ciertos días, que eran los árboles los que me miraban, los que me hablaban… Yo estaba ahí y los escuchaba… Creo que el pintor debe ser traspasado por el universo en vez de querer traspasarlo…Yo espero estar interiormente sumergido, enterrado. Quizá pinte para surgir”[2]
            En su texto “El objeto del siglo”, Gerard Wajcman apunta algo similar. Presenta el trastorno de las imágenes y la mirada, la cual ya no sólo ve, sino que se crea gracias a ellas. Esta inversión, en la que ya no es la mirada la que antecede al elemento observado sino lo contrario (a saber, la mirada de la imagen es creadora del propio mirar) es la que permite decir a Wajcman que el estatuto de la pintura es puesto en duda: ésta ya no sirve para ser vista, sirve para observar, para mirar nuevos tipos de sensibilidad no visibles para los ojos de los noticieros y los periódicos, y al hacerlo, llevar tales tipos a la visibilidad, crear nuevas sensibilidades, nuevas realidades antes inexistentes. Es así cuando señala que la pintura está para dar a ver lo nuevo y para hacer ver de manera nueva. Las artes se encuentran en la capacidad de mostrar lo que de forma meramente subjetiva no puede verse ni ser dicho, puesto que la subjetividad, para hacer visible lo que no se ve, requiere de las fuerzas pictóricas que lo descentran e introducen en un campo sensorial de umbrales más numerosos: la pintura bifurca la percepción, que entonces se aleja de lo ya dado para sumergirse en lo que está por darse y crear un nuevo tipo de campo perceptivo. 
            Las imágenes se convierten en cuerpos que interactúan creando una nueva forma de contemplar lo existente; contemplación activa que transforma los medios que las circundan. Los cuerpos liquidados de Auschwitz ciertamente son también imágenes en creación: después de los campos de concentración y de las bombas de hidrógeno toda figura y todo rostro no pueden dejar de verse atravesados por tal acontecimiento; y sin embargo Auschwitz no acaba la poesía, por el contrario, la invoca, la necesita, la llama, como un cuerpo herido necesita una nueva salud que le permita levantarse. 




[1] Merleau-Ponty, M. El ojo y el Espíritu. En Revista de la Cultura de Occidente. ECO. Buchholz, Bogotá. Agosto-Octubre. 1964. Págs. 367- 369.
[2] Ibídem. Pág. 377

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