Por
Sandra Jubelly Garcia
Docente Medios Audiovisuales
Las causas están ocultas. Los efectos son visibles para todos.
Ovidio
Me gusta pensar que se escribe en secreto y que lo que se escribe tendrá que ser revelado para un fin especial o que tendrá un efecto definitivo, como cuando Belerofonte, descendiente de Sísifo, fue víctima de las maquinaciones de Preto rey de Efira, quien le envío a casa de su suegro, rey de Licia, con un tablilla en la que escribió perniciosos signos con la instrucción de matar a su portador. Belerofonte, sin saberlo, portaba su muerte y era mensajero de su propia ejecución.
Lo escrito en la tablilla de Preto era una instrucción que sólo tendría sentido cuando se revelara y se pusiera por obra. La escritura que más se parece a aquella siniestra es, además, la más rara: la escritura para cine, el guion. Su territorio es el de la usurpación. La escritura para cine no es literatura, pero tampoco es cine. Es, como dijera Jorge Goldenberg, una escritura en pena:
(...) una escritura en pena en la medida que en el guion terminado y no filmado como que carece de estatuto: está ahí, suspendido, es objeto de negociación, es objeto de comentario, es objeto de presión de un productor o de un subsidio o de lo que fuera, pero por ahora no es nada; digamos, no es aquello en lo que –si se concreta– devendrá, que es su propia aniquilación como guion6.
Escritura, entonces, que tiene un cierto carácter fantasmal, una vocación suicida o auto liquidatoria, escritura que quiere dejar de ser tal para convertirse en imagen, que está en un topos de transición, en el territorio de lo posible, en una cierta latencia.
El guion es palabra transitoria que deja de ser cuando se ha vuelto cine. Es, entonces, una escritura cuya perdurabilidad no está en ella, sino en lo que se convertirá, en su transformación. Eso me recuerda la alquimia, eso es precisamente el guion: la pretensión del plomo de convertirse en oro.
Cuando opté por la escritura no tenía conciencia de alguna de las cosas que hasta ahora he dicho, salvo la certeza de no servir para nada más. En esta medida podría pensarse que esa elección no lo fue tanto, dado que, y planteada de ese modo, parecía no tener opción y opté justamente por esa escritura que no pretende serlo, opté por esa suerte de metempsicosis que es el guion.
No obstante y sobre todo cuando me convierto en lectora de mí misma, me pregunto si en realidad no habría podido tomar otro camino en el que el resultado fuera menos vergonzoso, así que siempre que escribo lo hago como parte de un acto privado, íntimo, si se quiere secreto, en el que el lector no pueda ser otro que yo.
Me veo leyendo al tiempo que me veo escribiendo, en un delirio semejante al de El grafográfo de Salvador Elizondo:
" Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo".
La ambición puede rayar con la pretensión, o con lo desmedido o lo arrogante, pero me atrevo, aquí y ahora, en este estado de soledad pura en el que ninguna mirada me espía, en el que me enfrento a la página en blanco y con ella a un mundo de temores y temblores, en el que me escribo y me leo, a usurpar lo inusurpable, a escribir lo imposible, a hacer mía, por un instante, la sentencia de Borges: “He de hacerme yo misma escritura”.
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