Por
Andrés Romero Baltodano.
Si el mapa de un hombre está cubierto de sitios donde sus pies dejaron el olor o el miedo, existen algunos que dan vueltas casi sobre unos mismos ejes que sólo son reconocidos cuando nos alejamos y con unos prismáticos verdes hacemos foco y lo vemos todo muy claro.
Si a Anton Chigurh (el frió personaje de Cormac McCarthy en “No es un país para viejos”) le encontraran la billetera por allí en una callecita de Los Ángeles, probablemente tendría unas imágenes de Boris Karloff y a Hanibal Lecter sonriendo en la preparatoria.
Los vasos comunicantes de algunos seres humanos son como pequeños puntitos de un mapa que recorremos física o mentalmente y el mapa de quien vamos a hablar, tiene unos puntitos que darían para armar una sinfonía número 13 de Mahler.
Patti Smith.
Nicholas Ray.
Andy Warhol.
Jimmy Hendrix.
George Romero.
David Lynch.
Julian Schnabel.
De Patti Smith podríamos decir que es un poblado lleno de incendios y de fotos de Mapplethorpe, del Valle de Nicholas Ray se desprenden verdes helechos venenosos que se iluminan en un “relámpago sobre el agua”, de
Pedazos de noche que arman una red de noches y de vidas, un nombre, un muerto reciente: Dennis Hopper (su antecesor el Pintor Edward que a principios de siglo pintaba “desnudo femenino en el taller”, con aquella mujer escondida de sí misma, contra una pared que sólo ella se imagina)
Hopper era un excesivo actor que pintaba, fotografiaba (su estilo enmarcado en grandes nombres como Walter Evans, Eugene Smith y hasta los retratos rurales de una Dorotea Lange) sus esculturas, su hambre de coleccionista de arte, su muy particular recorrido por la actuación, que hacía prever ecuaciones que decían que Hopper es a Lynch como la línea para un cuadrado.
Sus actuaciones marcaban los personajes desde aquellas pelis que aparecen en las 100 de siempre (Gigante (1956) de George Stevens, “Rebelde sin causa” de Nicholas Ray (1955) las dos con el infaltable y emblemático James Dean, de quien dicen las malas lenguas, fue quien lo impulsó a pintar expresionismo abstracto).
Su presencia escénica era incorruptible por eso George Romero lo dejó pasear por su Land of the Dead (2005), Schnabel en su Basquiat (1996) (para que recordara de donde venía).
En 1969 dirigió Easy Rider (la peli que Keourac hubiera querido dirigir) con música de Hendrix y de los Byrds, Coppola lo acogió en su Apocalipsis Now.
La editorial Taschen editó un recorrido de sus fotos en Dennis Hopper: Photographer 1961-1967 de Tony Shafrazi (ed).
Se paraba en el escenario como un primate, como un salvaje a punto de estallar, a nadie dejaría indiferente en su inolvidable rol de Blue Velvet (1986) de David Lynch, con ese petalo de rosa con seis incendios adentro llamada Isabella Rossellini.
Hopper el actor americano de pura raza, aquel que se sabía de memoria a Tennessee Williams, que apretaba las mandíbulas para un close up de Wenders en su “Palermo Shoting” (2008)… Hopper la marca de una pantera negra que pasta en el cielo de Schrader o viaja en el taxi de Travis de Taxi Driver… un pasajero incómodo, un iluminado eterno… lo despedimos no desde la góndola de Muerte en Venecia sino desde una barbería con cuchillas oxidadas de Sunset Boulevard.
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