CUENTO.
Por
Sandra Jubelly Garcia
" No cerraré los ojos, no me taparé los oídos, porque sé bien que el medio día no está allí y que todavía está lejos."
Michel Foucault
Por
Sandra Jubelly Garcia
" No cerraré los ojos, no me taparé los oídos, porque sé bien que el medio día no está allí y que todavía está lejos."
Michel Foucault
I. La porfía
Es que es porfiada, decía mi tía Ema, cuando alguien no hacía lo que le mandaban, sino lo que le daba la gana. La terquedad es el signo más característico de mi familia. Una familia marcada por lo grotesco, casi circense: una tía enana, un tío ciego y otro con síndrome de Down son apenas una muestra. Había otros tantos menos vistosos pero con anomalías más profundas: la abuela que murió de hambre porque decidió dejar de comer; el tío que se colgó de una viga; la prima que, una tarde cualquiera en la que planchaba la ropa, se arrojó por la ventana de un décimo piso ante la mirada atónita de su esposo y sus hijos.
Yo era una niña cuando preguntaba a mi madre por qué la tía Amelia no había crecido. Mi madre respondía, casi en un susurro, que la tía Amelia era enanita. Recuerdo especialmente el uso del diminutivo, enanita. También pregunté por qué el tío Rafael era ciego. Nadie me respondió. Creo que hice la pregunta delante de él y la respuesta debía ser dolorosa.
El tío Rafael estaba siempre en la puerta de la calle, con su bastón apuntando al frente y con la cabeza ligeramente inclinada hacia arriba, un gesto que advertí con frecuencia en otros ciegos. Yo lo miraba con curiosidad y alguna vez le pregunté si podía ver hacia dentro; siempre tuve la impresión de que veía el interior de sus ojos, que veía sus entrañas. El tío no tuvo tiempo de responderme; mi madre me sacó a empujones y me reprochó la imprudencia. Siempre me pregunté cómo reclamar prudencia en una familia tan vistosa como la nuestra, pero esa era la consigna de mi madre: prudencia.
El tío Rafael no había nacido ciego. Era un campesino pobre de Rovira, en el Tolima, de donde era toda mi familia por línea materna. Mi tío vivía en una finca polvorienta y por alguna razón no se interesaba en las labores del campo. Era huérfano de padre y ninguna de las tundas de su madre logró despertar su interés en el labrantío. La madre lo tildaba de vago, de dejado, de irresponsable, como su padre que prefirió morirse antes que trabajar por la mujer y los hijos.
Con el tiempo la madre empezó a creer que Rafael estaba loco o que tal vez se le había metido algún demonio.
— Rafaelito no sólo no hace nada, sino que se lo pasa mirando al cielo, casi no habla. Al principio creí que era tarado, pero no, el muchacho es inteligente. Creo que quedó así desde que le mataron al abuelo.
La madre luchó de todas las formas por ella conocidas para restaurar a su hijo: le dio rejo, palo, leña, correa, luego oró, se lo encomendó a todos los santos, rezó rosarios, hizo novenas, pagó mil promesas y, por último, se resignó, al punto que ella misma le sacaba una banquita para que se pusiera a ver el cielo y no se le hincharan los pies. El problema era que el tío Rafael no miraba precisamente el cielo. Lo que miraba era el sol. Lo miraba directamente y el fuego del sol laceraba sus corneas causándole un dolor supremo.
Yo era una niña cuando preguntaba a mi madre por qué la tía Amelia no había crecido. Mi madre respondía, casi en un susurro, que la tía Amelia era enanita. Recuerdo especialmente el uso del diminutivo, enanita. También pregunté por qué el tío Rafael era ciego. Nadie me respondió. Creo que hice la pregunta delante de él y la respuesta debía ser dolorosa.
El tío Rafael estaba siempre en la puerta de la calle, con su bastón apuntando al frente y con la cabeza ligeramente inclinada hacia arriba, un gesto que advertí con frecuencia en otros ciegos. Yo lo miraba con curiosidad y alguna vez le pregunté si podía ver hacia dentro; siempre tuve la impresión de que veía el interior de sus ojos, que veía sus entrañas. El tío no tuvo tiempo de responderme; mi madre me sacó a empujones y me reprochó la imprudencia. Siempre me pregunté cómo reclamar prudencia en una familia tan vistosa como la nuestra, pero esa era la consigna de mi madre: prudencia.
El tío Rafael no había nacido ciego. Era un campesino pobre de Rovira, en el Tolima, de donde era toda mi familia por línea materna. Mi tío vivía en una finca polvorienta y por alguna razón no se interesaba en las labores del campo. Era huérfano de padre y ninguna de las tundas de su madre logró despertar su interés en el labrantío. La madre lo tildaba de vago, de dejado, de irresponsable, como su padre que prefirió morirse antes que trabajar por la mujer y los hijos.
Con el tiempo la madre empezó a creer que Rafael estaba loco o que tal vez se le había metido algún demonio.
— Rafaelito no sólo no hace nada, sino que se lo pasa mirando al cielo, casi no habla. Al principio creí que era tarado, pero no, el muchacho es inteligente. Creo que quedó así desde que le mataron al abuelo.
La madre luchó de todas las formas por ella conocidas para restaurar a su hijo: le dio rejo, palo, leña, correa, luego oró, se lo encomendó a todos los santos, rezó rosarios, hizo novenas, pagó mil promesas y, por último, se resignó, al punto que ella misma le sacaba una banquita para que se pusiera a ver el cielo y no se le hincharan los pies. El problema era que el tío Rafael no miraba precisamente el cielo. Lo que miraba era el sol. Lo miraba directamente y el fuego del sol laceraba sus corneas causándole un dolor supremo.
II. El ramalazo
El dolor era extremo. Las lágrimas, que incesantemente brotaban de sus ojos en una inútil defensa contra el abrazo del sol, hacían más patente el dolor agregándole una cáustica sensación de ardor. Para evadirlo, el tío Rafael se concentraba en la sensación húmeda de las lágrimas en su cara, y encontraba una radical diferencia entre el ardiente dolor en sus ojos y la refrescante humedad en sus mejillas que, acentuada por la brisa suave e intermitente, le proporcionaba placer. En cuanto el dolor llegaba al pico más alto, lo que ocurría después de varias horas, el infierno cesaba pero el descenso era lento: empezaba por una especie de adormecimiento de la retina que lentamente se extendía al resto de la cara hasta invadir la cabeza a la altura del cuello; para ese momento no sentía ya dolor y la sensación de humedad en su rostro también desaparecía, luego de lo cual llegaba al límite de su tolerancia y terminaba el ritual.
Del ritual, emprendido con minuciosa disciplina hacía ya varios años, no habría logrado hacerlo desistir ni el mismísimo Papa, entre otras cosa porque el tío Rafael era ateo. Ese era uno de sus más profundos secretos. Al terminar el rito que con los años se extendía en tiempo, el tío entraba en la casa, a tientas llegaba a su cuarto y se tendía por horas con los ojos cerrados, sin dormir, todavía viendo el sol y con el dolor que en aquel momento, a pesar de ser muy fuerte, tenía la naturaleza del rumor, del recuerdo, como el que le queda a uno después de haber pasado largas horas bajo el agua. Las lágrimas se le secaban y le quedaba en la piel una molesta sensación pegajosa. El dolor en los ojos era sustituido por un fuerte dolor de cabeza que sincronizaba con el latido de su corazón y entonces tenía conciencia de esa entraña que desde niño le dolía, pero que por costumbre había olvidado.
Todavía con el sol en los ojos, cuando se recuperaba del dolor, cuando su cabeza dejaba de latir, volvía a la cocina y tomaba el almuerzo que le daba su madre. Al principio, cuando comenzó con su práctica, con furia, regaños y llanto, pero ahora con cariño.
CONTINUARA.....
Del ritual, emprendido con minuciosa disciplina hacía ya varios años, no habría logrado hacerlo desistir ni el mismísimo Papa, entre otras cosa porque el tío Rafael era ateo. Ese era uno de sus más profundos secretos. Al terminar el rito que con los años se extendía en tiempo, el tío entraba en la casa, a tientas llegaba a su cuarto y se tendía por horas con los ojos cerrados, sin dormir, todavía viendo el sol y con el dolor que en aquel momento, a pesar de ser muy fuerte, tenía la naturaleza del rumor, del recuerdo, como el que le queda a uno después de haber pasado largas horas bajo el agua. Las lágrimas se le secaban y le quedaba en la piel una molesta sensación pegajosa. El dolor en los ojos era sustituido por un fuerte dolor de cabeza que sincronizaba con el latido de su corazón y entonces tenía conciencia de esa entraña que desde niño le dolía, pero que por costumbre había olvidado.
Todavía con el sol en los ojos, cuando se recuperaba del dolor, cuando su cabeza dejaba de latir, volvía a la cocina y tomaba el almuerzo que le daba su madre. Al principio, cuando comenzó con su práctica, con furia, regaños y llanto, pero ahora con cariño.
CONTINUARA.....
3 comentarios:
que historia tan visual y poetica. interesante seguirla hasta que el sol se apague.
No sabía que tambien publicaban cuentos, que bueno.
si señor el blog es una ventana a las artes y entre ellas la literatura que esta tan desprotegida en los medios masivos ( el magazin dominical del espectador desaparecio hace mucho y etc)
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