“El Ilusionista”: Una sociedad de apariencias, de oscuros y mórbidos deseos.




Por
Nicolás Sandino Moreno
Estudiante Medios Audiovisuales
Enfasis de Cine


The Illusionist
Sylvain Chomet
2010

Ficha Técnica
Dirección
Sylvain Chomet
Guión
Jacques Tati
Sylvain Chomet
Música
Sylvain Chomet
Sonido
Carl Goetgheluck
Intérpretes
Jean Claude Donda
Edith Rankin
Jil Argot


Nombrado como el apellido del guionista y personaje principal en este largometraje animado, antes de ser reducido por él mismo a “Tati”, Tatischeff, es un ilusionista que lucha con una industria y un público escéptico dentro de una fabrica de distracciones llamada “el entretenimiento”: un negocio de grandes y apresurados avances tecnológicos, de “rating” y popularidad; de grandes music halls donde fanáticas se jalonean las greñas por un afiche de un afeminado grupo musical de satírica estética Rockabilly; de acróbatas y malabaristas que en vez de estar realizando sus piruetas frente a los espectadores en el circo o en la calle, realizan sus actos donde nadie los ve, mientras pintan de cabeza (contratados por un “creativo”) con impulsos y brincos, vallas publicitarias.
Precisamente, por el hecho de que la industria previamente mencionada se transforma, al igual que sus receptores (los que la alimentan) en su efímera pero apresurada velocidad de transformación, la industria del arte en general, el performance, el acróbata, la danza contemporánea y el mimo entre muchísimos otros más, se han transformado en un artículo de vitrina de casa de antigüedades: al público lo han educado para ser asombrado, y es ahora, donde la pirotecnia recreativa va de la mano de la maquina, transformando el acto creativo, el peso real de las acciones dramáticas o artísticas en una presentación, en una carencia que es sustituida por la alucinación de realidad como en los videojuegos; más aún cuando la alucinación trasgrede las dos dimensiones del espacio fílmico. Esto se ve claramente representado con el ventrílocuo hambriento y solitario que dejó a su muñeco, su único acompañante, en una casa de empeño donde el tiempo pasa, y aunque sea gratis, continuará exhibido en la vitrina como una antigüedad pasada de moda e indeseada, como él mismo, sin ser visto como un artísta que realiza un performance sosteniendo un muñeco, protagónico en su acto, el cual tiene personalidad y voz propia, así
Espejo fiel del ser humano moderno: El payaso que con su gran sonrisa pintada en su rostro, en medio de su inmunda soledad, se quiere cortar la respiración al sonsonete de circo que lo ha acompañado y condenado a añorar su muerte.
Una percepción muy semejante a una realidad anacrónica y atemporal, un retrato crudo (en su crudeza intrínseca) del hombre moderno: una grandísima y obligada sonrisa pintada en un rostro devastado por la tristeza. Un concepto errado y prejuicioso de las emociones y sus repercusiones morales dentro de la sociedad capitalista occidental, matemática e infantilmente equívoco explicado como: Feliz = Bueno, Triste = Malo; Dios = Bueno, Diablo = Malo; Bueno = Dios, por ende, Dios = Felicidad, por ende, Felicidad = Coca cola.
Un ilusionista que con trucos de magia ya revelados, por el mismo escepticismo del neo espectador, como sacar un pañuelo debajo de su manga o una serie de bombillos navideños prendidos uno tras otro de su boca, es forzado a huir hacia un público, de adultos y viejos, que se sorprende con el brillo de un bombillo instalado eléctricamente en el techo de un bar, al intercalar de arriba abajo el switch en la pared. Es darle al público en lo que necesita, asombro y excitación. Si se excitan con un solo bombillo, imagine lo que hacen seis bombillos titilantes saliendo babosos de una boca… Un público que no se molesta en caso dado que el conejo se escape de su lugar de interpretación y sorpresa: un sombrero. Absurdamente, hasta el mismo conejo vive rabioso al ser víctima de tales rutinas. A demás, la labor de los representantes de los artistas en este gran mundo de ilusión, que les meten la mano a los bolsillos sin que se den cuenta, mientras que ellos sacan las llaves de sus bocas para liberarse de sus esposas sin que el espectador se de cuenta. El ilusionista ilusionado, el engañador, engañado.
Una sociedad de apariencias, de oscuros y mórbidos deseos, de egoísmo y envidia; de dolor y asco, irónica y ridículamente, donde todos estamos “bien”.
“Todos los días, se levantan, se miran en el espejo y se disfrazan de lo que no son…” dijo alguna vez el frecuentemente citado escritor argentino, autor de Ficciones (1944).
Precisamente, este susodicho juego de apariencias, es una gran ilusión. La ilusión de una sociedad organizada, “decente” y pulcra; la ilusión de pretender ser de plástico directamente salidos de un catálogo; casas donde al parecer no vive nadie, ni siquiera por el rastro en el polvo (si es que hay) de presencia humana en él, muchísimo menos una casa con “personalidad” que de el más mínimo indicio de que un ser humano, que suda y caga, pisa estos pisos y se sienta en estos muebles. debido a que estos mismos muebles, paredes y pisos, al igual que los automóviles, están uniformemente cortados por la misma tijera industrial publicitaria. Simplificando este fenómeno contemporáneo a la carencia de identidad personal dentro de la sociedad moderna, encontrándose entonces en medio de su confusión con un comportamiento intrínseco en el ser humano desde que "los azotes físicos y las calamidades de la naturaleza humana hicieron necesaria la sociedad…” como lo planteó Chamfort. La ilusión del uso estético de cada individuo: su contextura, su peso, su piel, su cabello, sus uñas; su ropa, sus posturas, sus maneras. Todo es una gran ilusión que pretende engañar al espectador; un retroceso mental del hombre frente a la sociedad y sus conductas morales y éticas, impuestas mediáticamente por la misma y por nosotros mismos: todos en manada vamos a ser únicos y diferentes… Lo que hemos creído como propio, “nosotros”, nuestra imagen, no es nuestra; es del ojo del espectador que nos observa. Y así, viceversa.
Un cuestionamiento filosófico tratado por el arte en diferentes manifestaciones como en algunos relatos literarios de Alejandro Jodorwsky entre otros muchos más: “El último ser humano vivo, lanzó la última palada de tierra sobre el último muerto. En ese instante se dio cuenta que era inmortal por que la muerte sólo existe en la mirada del otro.” Y así, viceversa.
Con diálogos interpretados por la gestualidad y la manifestación corporal de los personajes, Sylvain Chomet (“Las trillizas de Belleville” (2003), “The old lady and the pigeons” (1993)), ilustrador de cómic, dibujante, director y animador, adapta en este largometraje un guión originalmente escrito en 1956 y nunca realizado por Jacques Tati (Las vacaciones de Monsieur Hulot (1953), Mi tío (1958), Play Time (1967)). Un discurso bellamente adaptado por la ilustración detallada con influencias impresionistas en sus paisajes.
La apropiación silente del espacio escenográfico en este largometraje de ilustración pictórica animada, su poesía y fuerza dramática, no sería ni remotamente cercano a comparación de si hubiese sido filmada, inclusive por el mismo Tati, con objetos y personajes reales; no animados.
Cada espacio tiene en su escenografía y en su fotografía misma, un aspecto emocional y dramático único; una personalidad, a diferencia de lo que podrían ser las “mismas” percepciones en un espacio real, donde la cámara contextualiza el cruce entre la realidad y la ficción por narrar.
Las lenguas, a las que tanto les gusta hablar de la intimidad de los demás, y los oídos, a los que estas mismas seducen y envenenan, dicen y oyen, que este guión escrito por Tati, fue un modo de exorcizar su culpabilidad al abandonar a su hija menor, nunca realizado por él mismo debido a que, superficialmente seducidos, se dice que después de un accidente automovilístico, Tati perdió parte de la movilidad en sus manos lo cual imposibilitó al personaje de realizar los movimientos hábilmente disfrazados de “ilusión”. Una fácilmente solucionable excusa, sabiendo que por la misma época, un muy hábil ilusionista llamado Kassagi, realizaba actos de ilusión frente a una audiencia en vivo en la década de los cincuentas en programas de la televisión francesa como “Du cabaret de la nouvelle eve”, también partícipe en las fechorías de Martin LaSalle, en la película que dio a conocer al mundo a este último mencionado, Pick Pocket (1959) de Robert Bresson. (Apreciación muy personal, venenosa y seductora, no?). Cabe disculpar y creer en este rumor que excusa a Tati por no realizar su exorcismo, dado que Jacques Tati crea en su interpretación de autor, un personaje “disfuncional” en el mundo que le rodea, tan único en ese mismo, que a cualquiera le hubiese gustado que M. Hulot fuese su tío. Un personaje comparable con Charlot de Charles Chaplin: sumamente violento, a su vez, sumamente inocente: la violencia ocurre a su alrededor y los demás son la que la generan; él simplemente se agacha o se corre hacia un lado y un policía es golpeado contundentemente en la cabeza por una cacerola y cae al piso, al contrario, Charlot es golpeado y camina saltarín por la calle en un juguetón vaivén; no conoce la sexualidad ni el dolor físico. (El gran Dictador (1940), Charles Chaplin). Son personajes que solo ellos, o Búster Keaton, pudieron haber(se) interpretados. Sin embargo, La condesa de Hong Kong (1967), con Marlon Brando y Sophia Loren, pudo haber sido un exorcismo para Charles Chaplin, en el cual no existe una presencia física de Chaplin en el fotograma.
Muy probablemente Kassagi no hubiese logrado lo que el mismo Tati en una versión animada de sí mismo por Sylvain Chomet, ha logrado en este largometraje animado, nominado al Oscar, vencido como en el relato mismo por la gran industria, Toy Story 3. Taquillera y explicativa, comercializadora de productos de la mencionada caricatura; una ganancia más para la gran producción en cadena de películas aristotélicamente planteadas y predecibles, a demás, “muy bonitas”. (Recuerde qué Bonito = Bien, Bien = Barbie, Botox = “Bien Bonito”...).
La relación que entabla el ilusionista y la jóven, que con magia y dinero le agradecía lo que hacía ella por él durante su estadía en Escocia, esa misma con la que se va a Edimburgo, es una relación interesantemente planteada: es una relación de apariencias cuando el ilusionista toda muestra de gratitud o de cariño hacia ella, es mágicamente entregada, a demás de combinarla nuevamente con el dinero… Ella, obsesionada en querer aparentar lo que la vitrina le dicta, de tal forma poder desprenderse de su imagen “campirana”. Viven juntos y no son pareja, una relación ilusoria de paternidad. “Mágica”. Se empiezan a apagar los bombillos y nosotros espectadores nos damos cuenta de ello siendo testigos de la desterritorialización artística de los personajes, y ante este mismo flagelo, la ilusión, de creer en el ilusionista por parte de la niña, y la ilusión de que la niña siempre crea en el ilusionista, se rompe revelando así la humanidad en el acto, muy similar, en ciertos casos claro está, a la concepción transformada de la ilusión idealizada de un “Héroe” por parte de un hijo hacia su padre. Los magos no existen.

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