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Nov. 10 a Nov 24
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ULTIMA PARTE
Por
Yuri de J. Ferrer Franco
Profesor Universidad Distrital
Del otro lado de la línea, Martine observa la vida de su amiga de infancia, camuflada en toda esa parafernalia dirigida a exhibir ante todos una imagen de “burguesa feliz” , que en lugar de ocultar, contribuye a mostrar el infierno de locura que la consume, cuyo fuego es avivado por la determinación de Nicole, quien está sellando también su condena al concertar un matrimonio que implica la renuncia a sus proyectos, a su carrera, reduciéndola a una vida sombría al lado de un comerciante sin perspectivas distintas a las de hacer dinero. La elección de Alice la perdió en su momento y Martine, menos talentosa pero triunfante, es reflejo viviente de lo que ella hubiera podido alcanzar de haber escogido el camino que la dirigía hacia sí misma y no el que la diluye de modo inexorable hacia la muerte. La más grande de las tragedias de Alice, aun sabiendo que lo ha perdido todo, es saberse imagen viva de lo que será su hija dentro de algunos años porque, como ella, se inclinó por la opción equivocada, escogió la renuncia en lugar de asumir el curso de la propia existencia.
La renuncia a la opción de vida adecuada termina matando también a Renata, hija de la inflexible Teresa Haddad, quien obliga a la muchacha a apartarse de “El hombre de las gardenias”, casándola con un ser mezquino y desalmado que la arrastra a una vida ruin. Una narradora-testigo, la hermanastra de Renata, reconstruye la sórdida historia de esta mujer débil e indefensa como un ave, que no osa contrariar las disposiciones de su madre, incluso sabiendo que se jugaba la vida, demostrando así que “tampoco tenía el suficiente coraje para asumir sus deseos” . La indefensión de Renata la conduce a la muerte que, ni la persistencia del enamorado, ni la intervención de su hermanastra, pueden evitar. Tal vez por eso la vemos sucumbir desde el comienzo del relato, en la miserable clínica capitalina donde su esposo la condenó a morir.
Mario y Marina, los gemelos que al mirarse frente a frente se sienten como ante “El espejo”, son los protagonistas del relato cuyo marco de composición es la carta que la tía de ambos escribe al abogado que asumirá la defensa de Mario, acusado de dar muerte a su esposa Cecilia. En la misiva la tía, testigo y narradora, revela los pormenores de la tortuosa relación de los gemelos que se aman desde la infancia con un sentimiento tan fuerte como los remordimientos y la culpa desencadenados por el incesto.
La pérdida de un hijo fruto del incesto y el matrimonio de Mario con Cecilia, hija de un acaudalado comerciante de la ciudad, generan en Marina un odio tremendo hacia su cuñada y rival a quien asesina liberándose del peso del rencor y los celos, mostrando a su hermano con este, acto para todos horrendo y demencial, cuan grande era el amor que sentía hacia él que, correspondiendo a esta loca y apasionada evidencia, se inculpa de la muerte de su mujer al no dar aviso a la policía cuando la encuentra desangrándose a causa de las quince cuchilladas recibidas de manos de Marina.
Honoria, la criada, al igual que Fidelia en “Oriane, tía Oriane”, es puente entre los hechos y la narradora quien, gracias a ella conoce muchos de los detalles previos y posteriores al crimen. El asesinato surge en el relato como elemento liberador por cuanto borra de la vida de los hermanos, la presencia de un tercero que alteró el curso de un amor condenado desde su nacimiento, de un amor impensable, imposible, pero existente como el de Oriana y Sergio, también unidos por la sangre, la pasión y la tragedia a través de una relación marcada por la sutileza y las entrelíneas de un misterio, sustituido en “El espejo”, por una claridad que llega a ser cruda e incluso violenta, cuando vemos después del asesinato, cómo Mario y Marina son descubiertos por la vieja criada, durmiendo “como si el ángel de la paz los cubriera con sus alas” , la una recostada al otro, en la sala de la casa donde horas antes ocurrieran los hechos.
Tampoco Matilde Campo puede renunciar al recuerdo del único amor de su vida. Al culto de ese sentimiento que la ata a Gregorio Ribeira, muerto en un absurdo accidente “El día del censo”, dedica obsesivamente toda su vida. El luto marca su juventud y se extiende hasta su madurez, cuando reaparece Eliana (prima de la narradora-testigo de este relato) quien intenta liberarla de la pena producida por este amor que constituye una mentira enorme, porque el mismo día de su fallecimiento, Gregorio iba a romper su compromiso matrimonial con Matilde para cortejarla a ella. Creyendo que al hacer conocer a Matilde el desamor de su novio lograría un cambio de ésta frente a la vida, Eliana le confiesa la verdad, una verdad que al ser vista en su cruel dimensión, deja sin piso la vida de la eterna novia conduciéndola a la muerte. Eliana, pragmática y a su manera feliz, no entiende desde su óptica cómo Matilde puede haber pasado la vida consagrada al sufrimiento; por ello baja a Gregorio Ribeira del pedestal que su novia le levantó, sin darse cuenta de que al hacerlo, le estaba arrebatando el único motivo que tenía para vivir.
Por el contrario para Ana María Alvarado, viva sombra de la muerte, es imposible desprenderse del mundo, de los ámbitos que fueron tumba en su existencia. Por eso regresa a ellos, para, desde el más allá, intentar liberar a Adriana, su nieta, del destino que la marca y la condena atándola por amor a un mediocre, a “un niño mimado, un señorito estéril” , que condiciona su amor y su compañía a la renuncia de la muchacha a sus proyectos de vida y trabajo, como el doctor Peredes lo hiciera con Cristina al arrancarla de la danza y de Europa para traerla a un sepulcro tropical con patio y galerías, en el que su belleza y gracia se apagaron; como el australiano lo hiciera también con Nicole, la hija de la frustrada Alice, en “El violín”.
“La sombra” lo penetra todo: la noche, el río, el mar, la ciénaga, el sueño de Adriana, el espíritu de la vieja Dionisia -criada, confidente y guarda de sus secretos más íntimos-, el sopor de una ciudad dormida (Barranquilla) que al ser descubierta en su identidad, lleva al fantasma a develar, a confirmar la suya propia:
(...) Y otra vez avanzando hacia el caño sacudiendo las aguas mientras a lo lejos se perfila la silueta de una ciudad. Mi dolor renace. ¿Por qué la tristeza me invade así? Yo no quisiera planear sobre este mercado de sórdido aspecto, ni contemplar los tejados de esos sucios edificios, pero sigo volando contra mi deseo, y bajo y subo, y de repente con asombro me descubro en la Plaza de San Nicolás. Ahora sé quién soy: fui Ana María Alvarado, esposa de Fernando Casola; fui la madre de Cristina, cuánto la lloré. Nada ni nadie pudieron consolarme de su, pérdida y arrastré su luto hasta el fin de mis días (...)
Ana María Alvarado de Casola no puede revivir a Cristina Casola de Peredes; por ella nada pudo hacer salvo verla desaparecer entre las brumas tediosas y mezquinas de un matrimonio con el que “creía haber atrapado al mundo en el justo momento de perderlo” , pero en el caso de Adriana Peredes Casola, su nieta, el amor adquiere una fuerza tal que la arrastra sacándola del hueco profundo de esa noche que es la muerte, para permitirle entrar en el sueño y el pensamiento de la muchacha para proyectarle lo que será su vida dentro de dos décadas: es así como Adriana se sueña,
Al final de un camino en el que todas las piedras son iguales, una mujer anesteciada y un poco triste que exalta la maternidad y se aburre en silencio, ha perdido sus ilusiones y a duras penas se reconoce una identidad. Ya no lee, ni piensa, ni tiene argumentos para discutirle al hombre de los cabellos rubios (...)
Y esta premonición que provoca la abuela-madre, se convierte en el llamado que Ana María deseaba, porque la lucidez se asoma a la mente de su nieta que al despertar sobresaltada de su sueño, reconoce las imposibilidades de su futura unión con el obtuso novio que desea convertirse en esposo. Cumplida su misión, “La sombra” torna de nuevo a la naturaleza. Otras sombras la protegen, se refugia en ellas con apenas la vaga sensación de haber sido alguien que sufrió.
Si para Adriana la posibilidad surge de la muerte misma, para Esteban Henríquez todo es imposible, salvo vender sus cuadros, arte de mentiras, de apariencias que el capricho de unos cuantos puso de moda en el ámbito de la pintura moderna de una gran ciudad europea. El lujo y las personas que lo rodean le llenan de un tedio infinito, distraído durante breve lapso por un animal, “El perrito”, que desde el aparador de una tienda veterinaria lo conmueve con sus jugueteos una tarde cualquiera. La visión del animal lo lleva a recordar con rabia su infancia oscura y precaria, gobernada por una madre insensible, como también lo lleva a su pasado más reciente en el que Isabel trabajaba como sirvienta para que él pudiese pintar en el cuartucho que, como pareja, compartían en París.
Isabel no corrió mejor suerte que “El perrito” que termina siendo expulsado del apartamento del pintor por haber impedido la venta de uno de sus cuadros. También ella fue echada a la calle porque, para el ya famoso y adinerado artista, era inaudito vivir con una mujer que:
(…) desconocía el arte de la seducción y los encantos del artificio. Con su manía de trenzarse el cabello parecía horriblemente latinoamericana. A él le resultaba incómodo presentarla a sus nuevos amigos cuando asistía a sus exposiciones.
En este, que es el único de los cuentos de El encuentro protagonizado por un hombre, la figura de una borrosa Isabel, genera una suerte de rechazo ante la crueldad de Henríquez, un figurón cuya fortuna se debe, en principio, al sacrificio y las humillaciones sufridas por la mujer que lo apostó todo a su causa movida por el amor que sentía, recibiendo a cambio un tiquete de regreso a Colombia, unos cuantos dólares y un par de cuadros con lo que se pretendía compensar el proceder injustificable de quien la repudiaba después de haberla utilizado.
También Ana Victoria, “La peregrina”, se ve precisada a afrontar la imposibilidad de ser aceptada por casi todos los demás en la justa dimensión de una sensualidad que la obliga a amar intensamente, sin frenos, a muchos hombres a la vez, transgrediéndolo todo, desafiando su posición social y el puritanismo católico de su familia, en especial, el de su madre, que la ve como un monstruo lujurioso, vil, quien la acosa y recrimina constantemente su actuar y la somete a la vejación del confesionario y los tratamientos médicos. Para los otros –menos para su difunto tío Luis y para Juan Miguel, el hombre al que elige por esposo– estaba enferma. Y como se habían explorado todas las curas posibles, incluidas la brujería, la medicina y los buenos oficios de su confesor, quedaba únicamente el recurso del milagro; éste podía darse en Irino, un pueblo cercano a Sevilla donde, se contaba, había un santo recién descubierto especializado en curar a los ninfómanos.
Ana Victoria acepta ir al peregrinaje para pedir al santo de Irino –que actuaba sólo una vez al año durante su procesión– una cura que en realidad no quiere, porque siente que al asumir toda la dimensión de su sexualidad, ha vivido en paz consigo misma. Pero las presiones de su madre son tan grandes y la bandera moral que enarbola golpea tan fuerte, que ella prefiere renunciar al goce antes que padecer la tortura de la eterna cantinela materna y la culpa por ésta edificada en lo más hondo de su ser.
En Irino, a pesar de sus propósitos y las esperanzas puestas por la madre en la milagrosa sanación, Ana Victoria comprueba que el único, el verdadero milagro, consiste en asumirse tal cual es, como lo había hecho hasta ahora. A esta conclusión llega entre los brazos de Pablo, un hombre con inclinaciones similares a las suyas, que se hospeda junto a su habitación en la única posada del pueblo. Allí se aman durante tres días hasta quedar exhaustos y cuando se percatan del paso del tiempo, la procesión ha pasado y la posibilidad de la indeseada cura queda aplazada para el año entrante. Se prometen entonces que doce meses después volverían a encontrarse durante el peregrinaje de Irino, pero no para obtener el alivio a su supuesto mal, sino para ejecutar de nuevo el prodigio del amor, usando todas las fuerzas de sus cuerpos irrefrenables y bien dotados que, por milagro, el santo de Irino no curó.
El relato que cierra El encuentro envuelve al lector en la magia de la Mina, el Tuy y la Curbata, tambores Mandinga que retumban en Barlovento anunciando el esperado retorno de Isabel, quien es sin saberlo hasta ese momento, partícipe de un pacto de amor sellado dos siglos antes por una antepasada suya, doña Juana María Arimendi, La Marquesa y que sus descendientes, hembras de dura estirpe, han respetado y perpetuado.
La desaparición misteriosa del cadáver de la niña Josefa, abuela de Isabel, quien al saberse moribunda pide que la lleven de Caracas a “Las Camelias”, su hacienda situada en la región del Cariaco a orillas del río San Juan, determina el regreso de Isabel a las misteriosas selvas en cuyo seno se ha concertado para ella una cita con el amor y con esa parte de sí misma que desconoce y empieza a presentir desde que la humedad y el calor de la región se apoderan de su ser.
Isabel va al rescate de un cuerpo que –no lo sabe– yace en el lecho del río, al lado del Mandinga que lo amó en vida, pero en lugar del cadáver de la anciana, descubre las posibilidades vivas, pero aún dormidas de su propio ser que (entre los brazos del negro que la arrastra hasta la hamaca para hacerle saber que había atrapado ya el mal de amor), comienza rituales nuevos y deliciosos que hasta ahora le habían sido negados y, de ahí en adelante, se prolongarán durante toda su vida, haciéndola volver a amar muchas veces a esa selva llena de ruidos y misterios que, en su hora, se convertirá también para ella en el sitio del retorno definitivo.
Isabel no puede liberarse de la predestinación, de la magia atrapada en el pacto secular que las hembras de su estirpe han renovado de generación en generación con los cimarrones de “Barlovento”; pero este destino no es prisión ni fatalidad, sino libertad, plenitud que la conduce a su verdadero yo y le revela la razón de ser de su existencia.
En los relatos de El encuentro la magia se mezcla con la realidad en su dimensión más cruda. Únicamente lo sobrenatural, lo mágico puede liberar a las mujeres que tienen la posibilidad de salvarse (Adriana, Adelaida, Ana Victoria e Isabel) de los destinos que las condenaban; las otras sucumben sin la fuerza necesaria para afrontar un medio adverso en el que la capacidad para decidir les ha sido negada.
Marvel Moreno tenía cincuenta y seis años al momento de morir, más de la mitad de los cuales había dedicado a la literatura, con un rigor y una pasión que, al aislarla del mundo externo, de Colombia y de su ciudad natal, la ataban a ellos a través de las historias que narraba y hoy testimonian, por siempre, su presencia entre nosotros.
Dos libros inéditos: El tiempo de las amazonas (novela), y un volumen de ocho cuentos, a los que la editorial francesa Côté des Femmes otorgó a modo de reconocimiento póstumo, el Premio Gabriela Mistral durante la Feria Internacional del Libro en Bogotá de 1996, esperan ver la luz después de la desaparición de la autora... Sus cenizas alcanzaron la inmensidad del mar, después de recorrer el cauce del Sena, en cuyas aguas fueron esparcidas, a petición suya, el 15 de junio de 1995, después de la cremación de su cuerpo en el legendario cementerio parisino de Père Lachaise.